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Bajaba cada mañana a escribir a un bar, debajo de su casa, de azulejos marrones, La moderna.
Se sentaba frente a la barra en una silla de escay rojo y patas niqueladas, al lado de una máquina tragaperras, modelo Santa Fe, que emitía una constelación de campanillas ¡tling!, ¡tling!, ¡tling! tentadora, ruidosa y bullangera.
Le traían, sin preguntar, un chinchón seco un poco aguado, en copa, y se encendía un pitillo: un Ducados que acababa convertido en humo espeso, acogedor como la niebla, opaco, y que le acabaría quemando los pulmones
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